Todos reímos, todos lloramos; todos sufrimos, todos celebramos. Nuestra vida es a veces más vertiginosa que una caída libre de montaña rusa con curvas en las que parece que vas a salir volando hacia no sabes muy bien dónde.
La vida está
llena de contrastes, de subidas y bajadas, de golpes (a veces muy fuertes) y de
actitudes y hechos que nos sorprenden tanto por parte de los demás como de
nosotros mismos.
Todos
queremos y buscamos lo mejor para nosotros, para nuestra gente, para nuestro
entorno. Despreciamos, como es natural, el dolor y la angustia; y procuramos
alejarnos de lo que nos daña. Sí; aunque podamos pensar que hay mucha gente que
busca el mal, no creo que nadie quiera el mal como plato diario.
El mal; eso
que nos acompaña y se hace presente tantas veces sin ser llamado y sin nosotros
quererlo, ahí está, como animal hambriento, al acecho.
Nosotros,
como personas limitadas y finitas, no somos ni dioses, ni perfectos, ni eternos.
Somos serecillos torpones, que caemos, que avanzamos como podemos, que
buscamos, que dudamos, que enfermamos, que podemos rompernos huesos o incluso
perder la cabeza. Y ahí está parte de nuestra esencia: somos, entre otras
muchas cosas, seres limitados, imperfectos y finitos.
Y, además,
libres. Por eso, con nuestra condición humana y particular de cada uno, tenemos
el enorme regalo de tener una cabeza pensante que puede decidir y escoger; que
puede dirigirse hacia uno u otro lugar. Así, pues, que tus acciones se dirijan
siempre hacia lo que te dé paz, hacia lo que trabaje por una unidad, hacia lo
que verdaderamente sea bueno para ti, para los que te rodean y para la sociedad
en la que vives y de la que formas parte.
Que el dolor
y las lágrimas, que vinieron y vendrán, no sean lágrimas solo de impotencia y
de sufrimiento, sino también de esperanza por saber que, al igual que caemos,
tenemos la capacidad de levantar.